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Andrea Blanco – Caracas, diciembre 2011

Le entregaban un saquito de metras para jugar con otros niños frente a la casa y para que al mínimo indicio de la camioneta negra Apache gritara de inmediato: “Coleo, coleo, coleo”, para avisar sobre su presencia. Otra táctica consistía en volar un papagayo, cortar el guaral si se acercaban los esbirros y gritar a todo pulmón: “Se dio a la hila, se dio a la hila”. De esta manera, a los 8 años, avisaba a comunistas reunidos clandestinamente si la Seguridad Nacional estaba rondando. Con una madre y un abuelo comunista, Rafael no pudo haber salido de otra manera. Mala conducta desde el principio. Comunista y guerrillero.

Por 1952, a los 10 años, le encomendaron la distribución de un paquete de propaganda subversiva contra Marcos Pérez Jiménez y cuando empezó a entregarla llegaron dos esbirros de seguridad y lo detuvieron. Allí le dieron bastantes correazos y lo castigaron. Esta fue su primera experiencia de tortura.

En 1995 le otorgaron la concesión del cafetín de FACES en la UCV y hoy en esa misma cocina, mientras preparamos canapés, me cuenta su historia y se percibe cierta indignación en su voz cuando me relata cómo a causa de su rebeldía, sus tías adecas, María e Isabel, lo entregaron al Consejo Nacional de Niño cuando tenía 10 años. Ahí lo metieron en un internado hasta que en secundaria inició sus estudios para sargento técnico de aviación por una orden recibida directamente del Frente Guerrillero Libertador, ubicado en Humocaro Alto, en las montañas entre Falcón y Lara, y dirigido por Argimiro Gabaldón.

Cuando entró en la guerrilla iba a cumplir 15 años. Se puso en contacto con el grupo armado por medio de su abuelo, un profesor llamado Jesús María Pacheco que pertenecía al Movimiento de Izquierda Revolucionario (MIR) y otros profesores de apellidos Chávez, García y León que eran del Partido Comunista (PCV).

¾¿A ti te gustaría aprender a manejar armas?, le preguntaron ellos.

¾Claro. A mi me gustaría aprender todo, respondió Rafael.

Para oficializar su ingreso, lo mandaron a buscar a un tipo de apellido Betancourt en una bodeguita que quedaba frente al cerro La Locha, allá entre Lara y Falcón. Le habían pedido que llevara uniformes, botas y unos tres M1, que son unos fusiles de tiro fijo a 150 metros y el los llevó dispuesto.

Como era demasiado joven en la guerrilla, lo que más hacía era llevar cosas que hurtaba de la Escuela de Aviación. Más adelante, le empezaron a dar tareas como captar y llevar gente y municiones. Militares involucrados conseguían las mercancías que luego serían transportadas por él en una Chevrolet Apache vieja que camuflajeaban para que pareciera de una tintorería. Unos vestidos de comunión y unos fluxes viejos y descoloridos les servían para pasar las alcabalas desapercibidos.

Una democracia incipiente. Pocas veces en la historia ha habido un consenso político tan generalizado como el que se oponía a la dictadura a fines de 1957, en el que todos los partidos políticos, comunistas y demócratas, tenían el mismo objetivo. Tras la caída de Pérez Jiménez en 1958, Rómulo Betancourt, recordado con razón o sin ella como el padre de la democracia venezolana, desconoció a los comunistas, los intentó desaparecer. Parece ser que la cosa venía de antes, pues desde el exilio ordenaba a los adecos que no se juntaran con comunistas.

Así, esa democracia incipiente nacida el 23 de enero, continuó la persecución de la disidencia ahora conformada sólo por los comunistas. En Venezuela era un secreto a voces que perseguían y torturaban a los que pensaban distinto, ahora no a través de Pedro Estrada y la Seguridad Nacional, sino de la Digepol y más adelante de la Disip tras su fundación en 1969 en el primer gobierno de Caldera. En este contexto surgen las guerrillas en los 60s, que se radican en las montañas de Lara, Falcón, Miranda en los llanos de Apure y en los montes orientales entre Sucre, Monagas y Anzoátegui.

Cuando cayó preso por segunda vez, a principio de los 70s, fue a causa de que recibió dos tiros de ametralladora, uno en cada pierna a la altura de las rodillas. Entonces no pudo correr más y lo cogieron preso por allá entre San Casimiro y Pardillal, entre Aragua y Guárico, por donde quedaba uno de los caminos para llegar al cerro El Bachiller, sitio de concentración de la guerrilla del centro. Hubo una delación. En medio de esa misión de logística interrumpida murieron varios y Rafael prefirió que sus compañeros continuaran sin él, pues su peso los retrasaba. Esto le costó que lo llevaran a los calabozos de la  Disip y estar en prisión once largos años.

“Allí me torturaron como tú no te imaginas”. Lo golpearon hasta sangrar, le aplicaron electricidad, le introdujeron bolígrafos en las heridas de bala ejerciendo presión, lo sofocaron con una bolsa y echaron amoníaco, colocaron una almohada como barrera – para que no quedaran marcas- y le pegaron con un bate. Agarrado por las dos manos Rafael era su piñata. Se desmayaba del dolor, se le iban los tiempos, pero él no tenía nada que decir.

Las torturas duraron tres días porque hubo un hombre llamado Eugenio Luna que denunció la situación. Los disip querían saber quien más estaba involucrado, qué hacía él por la zona, quienes eran sus jefes, cuáles eran sus coordenadas. Gracias a las enseñanzas de su abuelo y a su temple, Rafael se supo comportar siempre. Sus compañeros lo respetaban por eso, porque él nunca delató a nadie. Ni frente a los esbirros, ni a los digepoles, ni a los disip. Después de 24 horas se modificaba cualquier campamento o concha, si agarraban a uno de los del grupo. Entonces ellos tenían que aguantar ese periodo sin hablar.

Su expediente ahora dice que estaba cazando iguanas ilegalmente y así se quedó.

El Muchacho Crisóstomo: “Esto es un atraco en nombre de la revolución”. Su abuelo le enseñó cosas que practicó por el resto de su vida. A no ser delator, a cuidarse, a siempre mirar hacia atrás y que “lo que es bueno para el patrón, es malo para el trabajador”. Describe a su abuelo como un hombre perspicaz, íntegro y muy inteligente. “Me enseñó todos los trucos de la vida”.

Dentro de la guerrilla no era frecuente que alguien diera su nombre, se conocían sobre todo por apodos y Rafael era llamado “El muchacho Crisóstomo”, tal como lo mandaba a llamar su abuelo cuando lo visitaba clandestinamente en el internado.

En la montaña todo era distinto. El tiempo pasaba lento y mandaba el que conocía la tierra. “Los militares en el monte eran unos gafos y la guerrilla no los mató nunca porque no les dio la gana”. Ellos no sabían moverse, caminaban por los canales que quedaban tras la crecida de los ríos o por las brechas que los rebeldes les abrían para dirigir su ruta.

En las poblaciones, él y sus compañeros se hacían pasar por adecos o copeyanos –de acuerdo al gobierno de turno- y con sus respectivas camisas o chapas del partido iban por ahí haciendo alboroto y hablando mal del gobierno. Por su parte, los paramilitares atacaban los pueblos disfrazados de guerrilleros, pero el campesino es muy inteligente y sabía cuando se trataba, y cuando no, de los rebeldes.  Una de las metas de la guerrilla era captar gente y por ello fueron solidarios con los campesinos de los pueblos cercanos a sus asentamientos. Así, los doctores dentro de la guerrilla servían a los enfermos de amibiasis, fiebre o diarrea, colaboraban con medicinas y si se habían robado una res en la faena, por supuesto que la compartían.

“Éramos unos delincuentes”. En la ciudad el propósito era otro. En nombre de la izquierda atracaban bancos, hacían estafas con cheques falsos, robaban municiones y alimentos, cobraban bonos de la deuda hurtados, pero no había otra manera de conseguir recursos. Él no fue un hijo santito en la lucha contra el sistema. Pero la respuesta de esa democracia incipiente, propuesta y luego impuesta, fue mucho peor, trataba de destruir a cualquier costo a la disidencia, y en ese intento asumió lo peor de las tácticas de tortura e inteligencia.

Uno de esos días que le tocó cobrar un cheque fraudulento, todo resultó en una emboscada, ya que habían dado un pitazo para que el que lo cobrara fuera arrestado. Así, cuando corrían los 80s cayó preso por tercera vez, en medio de una cruzada por conseguir recursos para los movimientos de izquierda. Esta vez estuvo preso tres años hasta que lo indultó Lusinchi.

Guerrillero de a pie. Muchos años después comprendió que las armas y la violencia no son las formas para hacer revolución. “Esta debe hacerse a través de la palabra y de la persuasión”, reflexiona. Cree que en aquel tiempo pelaron bola, que no tenían que haberse ido a las montañas a pelear, porque simultáneamente los adecos aprovecharon para construir toda una estructura social –sindicatos, asociaciones de vecinos y seccionales de AD en todo el país- mientras la guerrilla peleaba con zancudos y dormía mal. Eso fue un error, considera, pues el comunismo debió haber organizado a las masas tal como hicieron los adecos. Había mucho comunista en aquel tiempo, y la ida a las montañas confundió a muchos. En principio se creía que el triunfo de la revolución cubana daba grandes esperanzas a la insurgencia armada, pero hoy El Muchacho Crisóstomo cavila sobre sus esperanzas rotas. El tiempo era ese, me cuenta, y fue desaprovechado.

Al final, en las montañas igual eran perseguidos y con el agravante de que monte adentro nadie se enteró nunca de nada.

Él fue útil para muchas cosas pero siente que a veces pasó desapercibido, invisible. Él fue lo que algunos llaman “un guerrillero de a pie”. Todos sabemos que la historia la cuentan los vencedores. Así, si este fuera el cuento de Fernando Soto Rojas, ex guerrillero y actual presidente de la Asamblea Nacional, seguro la historia fuera otra. Éste defendería los logros de la guerrilla y adjudicaría su actual éxito político a aquella lucha armada de tantos años. Pero esa es otra versión, la de una izquierda que hoy, para bien o para mal, gobierna, y con la que Rafael asegura no estar del todo de acuerdo. Él se asume como crítico de este gobierno.

Recién se aprobó, el 25 de noviembre, una Ley para sancionar los crímenes, desapariciones, torturas y otras violaciones a los Derechos Humanos por razones políticas en el periodo 1958-1998. Sin duda, una reivindicación ante la injusticia vivida por todas aquellas personas que sufrieron en carne viva las consecuencias de una democracia primitiva y excluyente del que pensara distinto.

Cuando era niño, recuerda que sus tías lo mandaban a seleccionar las caraotas y frijoles. Parece que allí empezó su pasión por la cocina. Años más tarde, ya en la guerrilla, cocinaba para sus compañeros en el monte, donde sólo contaba con dos ollas y una ponchera de plástico, pero eso sí, con navajas de todo tipo, desde portátiles hasta machetes. En la cárcel cocinó para una multitud en varias oportunidades. Hoy cocina en el cafetín de la UCV para la comunidad universitaria.